En una encarnada tarde dominical,
bajo los árboles de una plazuela con tintes coloniales, cuatro palomas, amigas
más por el tiempo que por los pocos lazos de lealtad que compartían, caminaban
en busca de un lugar para sosegar el hambre. Después de andar un rato a pie
alrededor de la glorieta, decidieron acomodarse frente a dos niños que cargaban
una bolsa de papas fritas, para echar plato. La más elegante de ellas, llamada
Presumida, ni tarda ni perezosa caminó frente a los pequeños, trazando
circulitos y otras figuras para llamar su atención; siempre ostentando su
pardusco plumaje.
― ¡Mira, hermano! ― dijo el niño más
pequeño ― esas palomitas tienen hambre, ¿No les podemos dar de comer?
― Bueno, pero sólo un poco, porque estas
papas son más mías que tuyas.
El niño metió su mano en la bolsa
de papas fritas, que espolvoreadas daban ligeramente ese toque “adobado” con el
que eran promocionadas, y saco varias de ellas. Las machacó con el puño y las
lanzó hacia Presumida, que por ser la más social tuvo bocado primero.
A pasos rápidos, pero azonzados, se
acercaron las amigas de Presumida. La más delgada de todas se llamaba Liosa, y
era muy común que por ella las otras tres terminaran siempre enojadas. La más
grande se llamaba Cabrona y – por estar rechoncha como el sapo cuando se hincha
– siempre imponía su voluntad sobre las demás. La última de ellas se llamaba
Pendeja, y no hacía sino dejarse mangonear por sus compañeras.
La escena no tardó mucho en ponerse
tensa porque Cabrona, empeñada en devorar el platillo sin ayuda de sus amigas,
quitó a Presumida de enfrente, jaloteándola del cuello, para que se fuera hacia
atrás. Con una voracidad tremenda, Cabrona iba de un lado a otro, terminando
con los pedazos que estaban en el piso. A su espalda, Liosa y Presumida
recogían las migajas que Cabrona, por grandota, no lograba ver bajo sus
hinchados pies.
Si alguna de las dos intentaba coger
algo que Cabrona había elegido para ella, se armaba la bronca y, entre aleteos
o picotazos, hacía que dejaran la comida en el suelo. Después de todo, ella
desde siempre había sido cabrona. En ciertos momentos, Liosa picoteaba
intencionalmente el cuello de Presumida, haciéndose después “la que la virgen le habla”, para que ésta y
Cabrona riñeran, mientras aprovechaba para atragantarse cuanto podía del
festín. Una vez que las cosas se calmaban, Liosa fingía demencia y volvía a la
espalda de Cabrona, sin mostrar señales de culpa.
La única que no cabía en ese alboroto
era Pendeja, quien de vez en cuando intentaba comer, pero retrocedía al ver que
cualquiera de sus compañeras se aproximaba, con el pico levantado.
― Esa paloma no está comiendo, ¡Le ganan
todas las migajas!
― Es que está muy zonza, hermano; las
otras se están comiendo lo que le toca ― dijo el niño más grande ―. Tal vez si
le ayudamos pueda comer.
― ¡Yo quiero ayudarla, hermano! ¡Presta
la bolsa!
Y sin más, el niño más pequeño sacó de
la bolsa la papa más grande que sus dedos lograron encontrar. Con todas sus
fuerzas la arrojó hacia Pendeja, esperando que resultara suficiente platillo
para saciar el hambre que sus compañeras le habían regalado.
Pendeja – muy feliz de ser ayudada – se
acercó con unos pasitos meneados a la papa. Pero, como la envidia y el hambre
son cosas tan arraigadas entre las palomas, fue agredida por Cabrona, quien
repentinamente ya estaba ahí, dando empujones con el pecho y picoteándole las
alas para que se hiciera a un lado. La muy hinchada asaeteó – entonces – una y
otra vez contra la papa, sin lograr que ésta se quebrara.
― Ve a esa atascada ― dijo Liosa a
Presumida ―. No contenta con embucharse tanto y todavía le quita a la pobre de
Pendeja su parte. Alguien con un poco de heroísmo debería hacerle frente a
Cabrona. ― Y siendo tan avispada, pero impulsiva como siempre, minutos después
Presumida ya estaba saltando al cuello de Cabrona, lanzando picotazos al por
mayor, como la autoproclamada heroína que había decidido ser.
Más aletos locos y empellones sin
sentido. Los niños reían ante la escena, mientras comían el resto de las papas
fritas. Era para ellos muy gracioso ver cómo las palomas, en lugar de compartir
la mesa, terminaban alborotadas del vestido y con los cuerpos picoteados. Se
preguntaban incluso si su memoria sería de corto plazo; si sólo estaría
programada para comer y no dejar que otros comieran. Al fondo se apreciaba a
Liosa llevando, ante la actitud sumisa de Pendeja, la papa por la que todas
peleaban. La acomodó con cuidado en un rinconcito lejano a sus amigas y se
quedó viendo – hambrienta – su nuevo bocado. Una vez que se había decidido,
apareció desde el cielo un listillo gorrión achocolatado que, sin ofrecer
explicaciones, se acercó y huyó veloz, con la papa frita atrapada entre el pico,
muy lejos de las palomas.